Los primeros años de vida de los niños, principalmente los primeros siete años, constituyen una etapa especialmente sensible para todo el desarrollo posterior.
Las vivencias de estos primeros años son los pilares sobre los cuales nos construiremos a nivel psicológico y emocional. Son estos años sensibles y sus experiencias, los que nos abren o cierran al mundo.

Las experiencias placenteras son las que abren al niño hacia el deseo de explorar y comprender el mundo devolviéndole una vivencia de unidad corporal-emocional mientras que son las vivencias reiteradas de displacer las que le cierran y repliegan.
Del equilibrio entre estas experiencias más o menos placenteras o acordes a las necesidades del niño en cada etapa vital es que se construirá una base sólida sobre la cual construirnos internamente e ir hacia el mundo posteriormente de una forma segura y en conexión con nuestras necesidades profundas.

De esta primera etapa, la de la globalidad en estos primeros siete años, junto con las siguientes etapas del desarrollo evolutivo acabándose de consolidar en la adolescencia es que desarrollaremos nuestro carácter, entendido como forma de ser y estar en el mundo. De este proceso de construcción es que dependerá básicamente nuestra posibilidad de autorrealización y en definitiva, nuestra posibilidad de ser felices en la vida.
Es decir, una persona que desarrolla un carácter rígido y poco flexible, lo hace defendiéndose del dolor de las experiencias displacenteras reiteradas y demasiado intensas, lo que implicará un obstáculo para crecer desde la confianza tanto en sí mismo como en su entorno.

A partir de este punto de partida, nombro como “Acompañamiento Emocional” a una mirada del adulto hacia el niño que contempla la importancia del respeto por las necesidades del niño en las diferentes etapas evolutivas desde el punto de vista afectivo- emocional. Hablamos de la etapa de la globalidad, como esta etapa de los primeros 7 años de vida, etapa tan sensible del desarrollo, en tanto a estas edades es imposible separar el cuerpo, del pensamiento y la emoción.

Llegados a este punto es importante explicitar que estamos hablando de un respeto por las necesidades profundas del niño y no siempre estas necesidades tienen un correlato directo con el deseo o la voluntad del niño en cada momento (principalmente a partir del segundo año de vida que es cuando comienza a diferenciarse claramente la voluntad de la necesidad). No hablamos de satisfacer la voluntad del niño sino su necesidad, lo que algunas veces puede implicar incluso frustrarle en cierto modo. Esta es una frustración natural, que forma parte de la realidad, de la cotidianidad, y nada tiene que ver con frustraciones creadas por el adulto especialmente pensadas para que el niño “trabaje” la tolerancia a la frustración.

A mi modo de ver, la madre “suficientemente buena”, al decir de Winnicott, o en este caso el o la educador/a “suficientemente buena” no responde en cada momento al deseo del niño porque esto obstaculizaría la vivencia de éste de la realidad que le rodea. Esta figura “suficientemente buena” presenta los límites de la realidad al niño y le acompaña en su frustración cuando no puede obtener lo que desea en un momento determinado, pero ni le crea frustraciones intencionalmente, ni se las evita cuando estas forman parte de la realidad.

Entonces, no nos estamos refiriendo a complacer o amoldarse al deseo del niño en cada momento, sino de recuperar nuestro instinto como especie para saber profundamente y responder a lo que nuestras crían necesitan para crecer y desarrollarse sanamente. Esta recuperación del instinto del adulto que acompaña es todo un proceso de deconstrucción de patrones aprendidos, de mensajes que hemos hecho propios y que son introyectos que nos han venido desde fuera, que no siempre implican el respeto por el otro y que muchas veces nos han desconectado de nuestra parte animal.

Como profesionales acompañando a los niños, ya sea desde el ámbito educativo o terapéutico, el respeto profundo por estos años sensibles del desarrollo requiere entonces de un trabajo intenso con nosotros mismos, además de una rigurosidad en el estudio de las diferentes etapas evolutivas por las que transcurre el desarrollo del niño, para poder responder así, a las necesidades reales de cada una de estas etapas lo más ajustada y respetuosamente posible.

Esto nos implica una reflexión y revisión profunda de nuestra pedagogía y metodologías de trabajo principalmente en el marco de la educación formal, donde niños y niñas pasan muchísimas horas de estos primeros años de vida.