Ya he hablado en otros artículos sobre los recursos pedagógicos, sobre esta necesidad compulsiva del adulto de hacer con el niño y de hacer que el niño haga. Parece que esto ubicara al adulto, al maestro o acompañante, en un rol claro y conciso, le da un sentido y una función, la de proponerle al niño una ruta a través de la cual es seguro que llegará a unos determinados aprendizajes, generalmente los exigidos por el currículo escolar y valorados como indispensables para la vida.

Mi sensación es que muchas veces esta tendencia a hacer propuestas constantes a los niños, actividades dirigidas y muy estructuradas, tiene un trasfondo de desconfianza en la naturaleza infantil. Es como si creyéramos que si no fuera por los adultos los niños no aprenderían. A partir de aquí surgen todo tipo de propuestas de trabajar el cuerpo, trabajar las emociones, trabajar la frustración, la relación con los iguales, y un sinfín de objetivos que proponen los adultos para controlar el desarrollo del niño y hacer que no se “desvíe” de una cierta ruta esperada.

Como dice una querida colega, el trabajo infantil se abolió hace mucho tiempo…

Me parece importante reflexionar sobre esta idea que circula de que los adultos tenemos que “trabajar” con el niño aspectos de su desarrollo, como si no confiáramos en que la propia tendencia del niño será ir hacia el crecimiento, hacia el despliegue de todo su potencial. Sería muy absurdo que nos planteáramos por ejemplo en un bebé sano, que tenemos que “trabajar” el gateo o la marcha. El bebé, estando en un entorno suficientemente bueno, accederá a estos aprendizajes, conquistará el gateo y la marcha por él mismo y no necesitará trabajar estos aprendizajes.

Y es claro que en este despliegue de su potencial, el adulto tiene una función muy importante. Pero a mi modo de ver la educación y el acompañamiento del niño, la función del adulto no es la de dirigir la ruta de los aprendizajes, sino más bien la de ofrecerle al niño un entorno estimulante, rico, atractivo, a la vez que seguro emocionalmente, para que éste se atreva a explorarlo y desde ahí construya su propio itinerario u hoja de ruta, que por supuesto no será en todos los niños igual.

Pero a todo esto, ¿qué tiene que ver el cuerpo y la emoción en esta ruta hacia los aprendizajes?

Sin cuerpo y emoción no hay aprendizaje significativo. Sin la experiencia sensorial, sin la integración de una experiencia no hay inteligencia. Ya lo dijo Piaget en su momento, la inteligencia se construye a través de la acción, a través de manipular los elementos de la realidad para que posteriormente se pueda trabajar con ideas, con la representación interna de esos objetos, para que se pueda “operar”.

Quien nunca juntó nada con sus manos, o quien no tiene suficientes experiencias de juntar objetos no puede saber lo que significa “juntar” o posteriormente “sumar” por ejemplo.

Ahora las neurociencias ya han demostrado científicamente que no hay aprendizaje sin emoción, y podríamos agregar que tampoco hay aprendizaje sin no hay experiencia corporal/sensorial, porque no hay emoción sin experiencia sensorial.

Estamos hablando de la base de los aprendizajes, de la etapa de la globalidad, de los primeros siete años de vida, en donde el niño construirá las bases internas para poder, en las siguientes etapas, caminar hacia un mayor nivel de abstracción y de pensamiento complejo.

Pero es muy importante y trascendente tener en cuenta que en la etapa de la globalidad y también durante muchos años de lo que es la etapa de la Educación Primaria, los niños necesitan mucho espacio y tiempo para el movimiento, para la expansión de su cuerpo, para la manipulación de los objetos, para la observación de la realidad, de la naturaleza que les rodea y hacer, experimentar con ella espontáneamente. El niño tiene un espíritu científico innato, es curioso por naturaleza y este es su gran motor para los aprendizajes.

El movimiento del niño tiene como motor su impulso vital. El niño pequeño, el bebé, parte del cuerpo materno como entorno seguro física y emocionalmente y desde ahí se lanza a explorar el mundo, en un ir y venir que le permite explorar nuevos horizontes a la vez que retornar a su base de seguridad y reasegurarse internamente. Este es el movimiento natural tanto interno como externo, fluctuar entre la expansión y el repliegue. Y así es como el niño accede a la conquista de todos sus aprendizajes, ya sean aprendizajes corporales o motores, como emocionales o intelectuales, porque en el fondo estas tres categorías (cuerpo, emoción y pensamiento) son totalmente indivisibles en la realidad interna del sujeto.

Cuando desde la escuela nos paramos a reflexionar qué lugar le damos al cuerpo, al movimiento natural y espontáneo del niño, esto nos obliga a plantearnos también qué valor le damos a este movimiento como parte de la experiencia de aprendizaje del niño.

Si sabemos que los aprendizajes significativos solamente se construyen a partir de experiencias sensoriales, emocionales y cognitivas entrelazadas, interconectadas, que construyen rutas neuronales mucho más potentes que las que simplemente se trazan por la necesidad de incorporar y repetir información para una prueba o examen, o para la aprobación del adulto por miedo o por necesidad de reconocimiento, es importante reflexionar cómo la escuela acoge el movimiento, la expansión del cuerpo del niño y por consiguiente uno de los lenguajes más importantes de la infancia, el juego.

Como psicomotricista formada en la escuela de Bernard Aucouturier ha sido revelador para mi observar los diferentes tipos de movimiento y de juego que los niños desarrollan cuando les damos espacio, tiempo, materiales y un buen acompañamiento para ello.

Cuando el adulto da valor al movimiento y al juego del niño como uno de sus lenguajes privilegiados para expresarse, para relacionarse, para explorar y comprender el mundo, se abre un gran abanico de posibilidades para llegar al mundo interno del niño a partir de su lenguaje más natural y espontáneo. Tengo la sensación de que este camino, que abre un universo para el niño de mucho disfrute, de mucho placer, contribuye de una forma muy profunda a desarrollar o a fortalecer un sentimiento de confianza y de apertura que será lo que le permita al niño continuar manteniendo su curiosidad innata frente a la realidad, a la existencia.

En síntesis, observo que en entornos en donde los niños se sienten respetados en su naturaleza instintiva, en su esencia, y esto tiene que ver con su necesidad tanto de movimiento como de estar en contacto con sus emociones profundas y poder expresarlas, los niños están más abiertos, más confiados y más curiosos, bases para la construcción de los aprendizajes significativos.

Considero que uno de los problemas más graves y complejos que tenemos hoy en día en nuestro sistema educativo es cómo nuestro sistema mata toda curiosidad y emoción por aprender en los niños y niñas diseñando rutas cerradas y rígidas que todos los niños tienen que recorrer simultáneamente. Creo firmemente que una ruta en donde se contemple el movimiento, el juego, la emoción, el placer, desde un sentido pedagógico riguroso y sistematizado, será un camino que nos facilitará a todos, tanto niños como adultos, llegar a aprendizajes con sentido, útiles y necesarios para nuestra vida. Trazaremos rutas de aprendizajes marcadas por el placer más que por el esfuerzo y el sufrimiento, y sobretodo estaremos contribuyendo a que los niños y niñas se desarrollen con un buen sentido de sí, con una confianza en sí mismos y en el mundo, que hará que sean personas más realizadas y felices con total seguridad.

Verónica Antón