La demanda de maestros y educadores de recursos para acompañar las emociones de los niños y niñas con los que convivimos en la escuela tantas horas diarias es algo muy presente para los profesionales que impartimos formaciones a estos.
En las propuestas formativas que coordino me gusta abrir la reflexión sobre esta necesidad de contar con recursos metodológicos y generalmente luego de profundizar en lo que nos sucede a los adultos con nuestras propias emociones, vemos que es necesario tener una metodología, pero al mismo tiempo algunas veces el ansia por tener “actividades para trabajar las emociones” esconde una inquietud del adulto por no saber realmente qué hacer con las emociones de los niños, e incluso con las propias.
Muchas veces ponemos la acción por delante de la presencia, de ser y estar. Nos puede llegar a angustiar no saber qué se supone que tendríamos que hacer con el niño cuando aparece el enfado, cuando surge el conflicto entre dos niños, cuando hay un llanto muy prolongado, una tristeza, una pérdida, y rápidamente surge la exigencia por parte del adulto de sentir que tendría que hacer algo para ayudar a los niños a que resuelvan la situación saliendo del malestar o del sufrimiento.
Esto es algo muy propio de nuestro mundo adulto, el ansia por resolver, por ser eficientes y eficaces. En el mundo de las emociones algunas veces se habla de enseñar a los niños a “gestionar” sus emociones y tengo la sensación de que esta manera de nombrar hace referencia a este lenguaje propio del mundo empresarial, que rápidamente nos lleva a estos conceptos de eficiencia, eficacia, de lo que se sabe hacer para ser resolutivos, rápidos y volver así al tan ansiado bienestar.
Por mi experiencia acompañando niños y niñas de diferentes edades en diversos contextos, tanto educativos como terapéuticos, el mundo emocional del niño para que pueda desarrollarse necesita poca acción y un tiempo para sentir, para ser, para estar. Justamente la acción muchas veces es lo que dificulta el contacto con la emoción.
Y esto es algo que como adultos podemos observar también en nosotros mismos. Cuántas veces la rutina acelerada no nos permite contactar con cómo estamos realmente y cuando llega el momento de parar, el fin de semana, las vacaciones, realmente percibimos cómo estamos física y emocionalmente… En ese momento pasan a un primer plano las sensaciones corporales, las emociones y los sentimientos que en la vorágine de una rutina con demasiado hacer no somos capaces de percibir o no tenemos/damos el espacio para que emerjan a la consciencia.
Necesitamos parar la acción para facilitar la percepción de nuestras sensaciones corporales, de nuestras emociones y sentimientos.
Por este motivo es que encuentro fascinante el mundo del acompañamiento emocional, porque no es un mundo en donde el hacer sea el protagonista, ni las fichas, ni las actividades, ni los talleres … las emociones están allí en todo momento, en todos los procesos del niño, no las podemos controlar, medir, temporalizar … No están cuando toca el taller de las emociones que programamos una hora a la semana. Entonces, como adultos referentes de los niños, nos toca estar allí presentes, con nuestro ser, acompañando sus procesos internos cuando transcurren, cuando aparece un enfado, un dolor, un miedo, una tristeza o una alegría…
Allí es cuando verdaderamente el niño necesita un adulto que esté a su lado ayudándole a sostener esa emoción y poco a poco a comprenderla y poder nombrarla. Este proceso será el que le ayudará a construir un camino que le permita madurar, crecer, evolucionar en su consciencia de sí, en la comprensión de su mundo interno, así como también evolucionar en su relación con el mundo exterior, con el otro, lo que sería el mundo relacional. Notar qué diferente es este planteo de acompañarle a transitar este camino ofreciéndole nuestro acompañamiento como un camino más orientado a su propia conquista interior, a un movimiento que va de dentro para fuera, en el sentido que implica una maduración interior que posteriormente se reflejará en su relación con el afuera, con el exterior, a plantearnos que el adulto va a enseñarle al niño a gestionar sus propias emociones, que sería un proceso que va de fuera hacia dentro.
Y entonces … ¿esto implica no tener una metodología?
Sí que necesitamos una metodología que nos sostenga en este acompañamiento, que nos guíe, que nos permita sistematizar y también transmitir a otros adultos la manera en la que vamos a acompañar los procesos emocionales del niño o la niña.
La diferencia es que esta metodología no será una serie de “actividades” sino más bien, la describiremos a través de un sistema o conjunto de actitudes que nos acompañarán y que integraremos a partir de un trabajo interno propio, que yo llamo “trabajo personal” del educador.
Este para mi es el verdadero “trabajo” con las emociones. El que realiza el adulto con su propio mundo emocional, con la exploración de sus vivencias emocionales, de su mundo relacional … Investigando sobre él, para poder ampliar su consciencia y ofrecer así un acompañamiento más fino, más ajustado a las necesidades del niño y no tan “teñido” por nuestras propias vivencias infantiles.
A partir de trabajar sobre la calidad de nuestra presencia, sobre la calidad del mundo emocional que le podemos ofrecer al niño en la dimensión relacional, es decir, en la calidad de la relación que construiremos con él, es que se juega la profundidad de un acompañamiento emocional rico, nutritivo y muy valioso para los niños y las niñas.
Siendo referentes adultos más conscientes de nuestros mapas emocionales podremos acompañar a los niños a, poco a poco y respetando sus tiempos, a poner palabras a su mundo interno tan complejo, a poder nombrar las emociones y así poder llegar a expresar lo que necesitan en cada momento a partir de su sentir.
Así les estaremos acompañando a construir relaciones más auténticas y respetuosas, tanto de sí mismos como también respetuosas del otro que tienen delante.
Tenemos una gran responsabilidad como adultos acompañando a los niños y es, trabajar nosotros con nuestro mundo interno, la principal herramienta de trabajo que tenemos en este campo somos nosotros mismos, por lo que tenemos aquí un fascinante mundo de crecer personalmente, de volvernos referentes más conscientes de nuestro mundo interno para contribuir a un desarrollo más pleno de nuestros niños y niñas.
Verónica Antón